jueves, 15 de diciembre de 2011

HACE 71 AÑOS… SALIÓ UN SEMBRADOR A SEMBRAR

 HACE 71 AÑOS… SALIÓ UN SEMBRADOR A SEMBRAR  

Por Víctor Eduardo Barrios Escobedo

¡Praesto sum! Ha sido el grito que resuena desde hace 71 años en las voces de muchos seminaristas y sacerdotes que han formado parte de la gran familia del Seminario Diocesano de Tijuana. Son 71 años hechos historia, hechos vida. No es un simple aniversario más, ni es un alegre recuerdo de lo que pasó, es una historia que sigue siendo consolidada todos los días.
La historia de nuestro Seminario, como toda historia, está plagada de situaciones, acontecimientos, momentos de crisis y de alegría, y principalmente de personas que han gastado sus vida en afianzar con amor y entrega oblativa esto que hoy vemos como una realidad. Es una historia que clama por relatarse a sí misma, es una historia que exige no olvidarse, pero, ¿Cómo olvidar aquello que se manifiesta ante nuestros ojos?
¿Cómo olvidar que nuestra identidad como Seminario no surge al despunte del alba ni en el ocaso de este día? Hace 71 años que esta semilla sembrada por manos de Mons. Felipe Torres Hurtado fue colocada en tierras de Baja California. El 8 de diciembre de 1940, solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, como fruto de un gran impulso misionero, nace en Ensenada el entonces llamado Seminario Misional de Nuestra Señora de la Paz, siendo Mons. Felipe Torres vicario apostólico de la Baja California. El nacimiento de nuestro Seminario antecede y prepara la erección de nuestra Diócesis, que se da en 1964 con Mons. Alfredo Galindo y Mendoza como primer obispo de la naciente Iglesia de Tijuana. Con el surgimiento de la diócesis el Seminario se convierte en el Seminario Diocesano de Tijuana.
Naturalmente esta es sólo una parte de la historia, pero resulta particularmente importante recordarla, puesto que es el paso inicial, sin el cual, ningún camino puede ser recorrido. Faltan líneas para describir todo cuanto ha hecho a nuestro seminario ser lo que es: el especial esfuerzo y atención de Mons. Alfredo Galindo y Mendoza por dejar bases sólidas al Seminario; los años de consolidación y cambio de Mons. Juan Jesús Posadas Ocampo, de feliz memoria; la constante preocupación de Mons. Emilio Carlos Berlié Belaunzarán; y la presencia y oración asidua de Mons. Rafael Romo Muñoz, nuestro actual arzobispo.
Además, no se puede olvidar el esfuerzo, trabajo y entrega de tantos sacerdotes que fungieron como formadores y maestros, y que siguen orando por nosotros, unos al ofrecer su vida diaria como oración, y otros como seguros intercesores en el Cielo. Es un deber recordar y agradecer a las hermanas Oblatas de Santa Marta, quienes han servido con gran caridad y afecto a nuestra casa, así como a tantos laicos, hombres y mujeres, que dieron y siguen dando su vida por esta institución.
La historia de nuestro Seminario cobra un sentido especial cuando no lo vemos sólo como una institución más, sino como un signo esperanzador de la presencia de Dios entre nosotros. Concluyo con unas palabras de Mons. Salvador Cisneros con ocasión del 50 aniversario del seminario: «Escribimos la historia del Seminario para cobrar conciencia, para asumir nuestro momento, para proyectar nuestro futuro»
¡Praesto sum! 71 años de historia, más de siete décadas formando a los sacerdotes que son presencia de Cristo entre nosotros.



sábado, 10 de diciembre de 2011

"La Virgen de Guadalupe en México" por Jesús M. Herrera A.

LA VIRGEN DE GUADALUPE EN MÉXICO

Por Jesús M. Herrera A.

Aprovecho la oportunidad para exponer aquí algunos párrafos, que nos ayuden a valorar nuevamente lo concerniente a esta fiesta tan importante para los católicos de México, como es la del 12 de diciembre, día en que recordamos el acontecimiento de la aparición en el Tepeyac, de la Madre de Dios, bajo la advocación de Guadalupe.

Recordemos que la evangelización, por la cual se hace de América un continente católico, llegó a través de los españoles, liderados por Colón.  Luego llegan los españoles a México, comandados por Hernán Cortez.

El trabajo evangelizador en América, y particularmente en México, no fue –y ni ha sido– nada fácil: existieron muchos problemas que no es fácil tratarlos, son problemas incluso controversiales, donde hubo religiosos que defendieron a los naturales de la violencia con la que se les llegó a tratar, en aquellos años en que se cristianizaba a los naturales de México.

María de Guadalupe juega un papel muy importante para comprender que por sobre todo, Dios es quien actúa ante la gran dificultad de poder hacer que se lograra una paz entre nativos y españoles; es que humanamente hablando, hemos de reconocer, que la consecución de esa paz era poco menos que imposible.

Por lo anterior es que tiene su importancia María de Guadalupe, porque por su aparición es que comenzaron a ganarse más tiempos y espacios, precisamente, de paz; la religión católica era, entonces, un auténtico vínculo, para comenzar a construir una fraternidad cristiana, misma que, dicho sea de paso, llegó a inspirar un nacionalismo, pues es algo que atestiguamos cuando Hidalgo usó un estandarte guadalupano, significando que Guadalupe era quien unía al pueblo.

La Virgen María a través de la imagen de la guadalupana es un icono primero que nada. El icono es algo que unifica. La palabra símbolo significa, etimológicamente, conjunción, y así está coincidiendo con el significado o, mejor dicho, con la razón de ser del icono: que es la de poder ver el todo en la parte.

Si aplicamos estas nociones (las de icono y símbolo) a la imagen de Guadalupe, esto supone ver a través de Ella, que ya no irán por un lado los indios y por otro los españoles; pues el mestizaje se da, sí, biológicamente, pero sobre todo culturalmente hablando, se podrá ver el todo de México como una amestizamiento, gracias al acontecimiento guadalupano.  En Guadalupe vemos conciliadas las razas, vemos el ideal de una nación inspirada en la fraternidad que Guadalupe representa.

Es que el mestizaje en el ámbito de las relaciones interculturales, es lo que logra la tranquilidad de los pueblos.  Cuando se ha logrado el mestizaje se rompe con el mito de la raza pura o superior, por esto es que el mestizaje nos va dirigiendo para lograr la fraternidad y la solidaridad.
Ahora bien, puede leerse aquí un acontecimiento en clave de auténtica justicia y de auténtica liberación.  Es así, entonces, que Guadalupe se presenta como un icono de justicia y liberación en el México novohispano.  Es que el Dios de misericordia y justicia no se materializaba entre los evangelizadores, dado que prevalecía más la opresión y entonces el Dios de justicia y libertad sólo era para los conquistadores, difícilmente se veía a un Dios cercano al indio.  Veamos lo que nos dice la Iglesia:

No podemos dejar de reconocer que en los anhelos más profundos del corazón humano están el ideal de la justicia y de la libertad para todos los hombres. Además de este dato antropológico, no debemos ignorar que desde la época virreinal encontramos antecedentes de esta promoción humana en los grandes evangelizadores y pensadores, que sin duda forjaron y alentaron en muchos hombres estos anhelos. En este marco histórico complejo, interpelados además por las graves circunstancias sociales, políticas y económicas de esa época previa a la Independencia, se fueron conformando las condiciones de un movimiento libertario, vinculado a la identidad nacional y en ella al Acontecimiento Guadalupano. Todos estos elementos fueron sumándose y traduciéndose en una búsqueda colectiva para instaurar la justicia y la libertad en una sociedad mestiza[1].

Así las cosas, Guadalupe se presenta precisamente como la Madre de Dios cercana a todos (Guadalupe no sólo es mexicana, también es hispánica y americana), hablándoles a cada raza en su lenguaje, y presentándose con los rasgos de ellos, en franca apertura a quienes les llevaban la otra religión y la otra cultura.

Históricamente hablando, Guadalupe es signo de promesa y búsqueda de unión, aparece en tiempos de violencia en la Nueva España, y a partir de ella, se emprenderá un trabajo de unión y paz, que luego exigirá la consolidación de una nación.  Se superará una visión negativa, por una positiva, la del mestizaje.

Por los antecedentes, y la importancia histórica de Guadalupe, es que cada 12 de diciembre, recordamos y renovamos nuestro compromiso de trabajo y oración por México, haciéndolo a la luz de un mensaje de solidaridad y fraternidad, de unión política y social, que se halla dibujado en la imagen de Guadalupe.


[1] Conferencia del Episcopado Mexicano, Carta Pastoral de los Obispos de México, Conmemorar Nuestra Historia desde la Fe, para Comprometernos Hoy con Nuestra Patria, ECU/Buena Prensa/DABAR/San Pablo, México: 2010, n. 11.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Editorial

           
El Seminario faro de esperanza…

En la Iglesia vivimos el inicio del año litúrgico, estamos de lleno en el adviento, un período que posee la triple dimensión de pasado, futuro y presente. En cuanto pasado recordamos la expectación de Israel antes del nacimiento de Cristo, en cuanto futuro vivimos la espera de aquel que ha de volver, y en cuanto presente, nos alegramos con la presencia de quien permanece con nosotros y nos invita a ser constructores de un Reino de justicia y de paz. El Seminario vive este tiempo alegrándose por el cumplimiento de lo anunciado por los profetas, a la espera de lo prometido por Cristo, y en un empeño permanente a favor de la construcción del Reino bajo el impulso de la gracia.

            El compromiso con el presente, nos conduce a ser artífices de la historia, del Reino, de la civilización del amor, de un mundo donde impere la verdad, la caridad, la justicia y la paz. Ciertamente, la obra es de Dios, nos toca colaborar, para ello buscamos actuar como si todo dependiera de nosotros y esperar como si todo dependiera de Dios.

            En la comunidad del Seminario, con frecuencia nos sentimos rebasados ante los desafíos que vive hoy la Iglesia y la sociedad,  compartimos los gozos y las esperanzas de nuestra diócesis en medio de las circunstancias tan contrastantes en que vivimos. Como institución se ha salido adelante en medio de escenarios diversos, en 71 años el Seminario no ha claudicado porque Dios está con nosotros. Una de las características de nuestra comunidad es enfrentar las dificultades con temor, temblor y esperanza.

            En nuestra casa es común encontrar actitudes de benevolencia, de disponibilidad, de un honesto sentido de veracidad y de justicia; al mismo tiempo, pueden reconocerse signos del ambiente del que procedemos: nuestra personalidad refleja el talante espiritual y moral predominante. Constatamos que en la actualidad fallan los apoyos sociales que nos relatan brindaba antes generosamente un ambiente predominantemente católico. Las familias de las que procedemos tampoco tienen el perfil que se tuvo hace dos o tres décadas. Ante este panorama, tenemos presente que la superación del ambiente es posible sólo cuando se cuenta con suficiente solidez en las estructuras de la personalidad. 

         La credibilidad del seminarista hoy, y en consecuencia del sacerdote de mañana, no busca pertrecharse en las vestiduras de la torpeza, la ignorancia, la superficialidad o la incongruencia: vivimos en una sociedad que ‘mide’ a los sacerdotes con sus criterios. Para sacerdotes y seminaristas, este ‘ser medidos’, desde una óptica de fe se convierte en un estímulo para no incurrir en la mediocridad, aceptamos que nuestra vocación es de alta exigencia (Cf. Mt 25, 14-30). El Seminario se levanta en nuestra Iglesia de Tijuana como faro de esperanza para la sociedad, pero sólo podemos ser signo de esperanza afrontando este cambio de época con alegría y serenidad, en comunión y obediencia a Cristo en la Iglesia.

         Con frecuencia se habla de inseguridad e inconstancia en los compromisos de los jóvenes de hoy, muchos experimentan el fracaso en sus opciones tanto en la vida matrimonial, religiosa o sacerdotal. Aún en compromisos a mediano plazo se refleja la inconstancia, pensemos que en nuestro estado el 40% del los jóvenes que ingresan al bachillerato no concluyen sus estudios. Pero, precisamente porque vivimos un tiempo de cambio, caracterizado entre otras cosas por la inestabilidad en decisiones a corto, mediano y largo plazo, la opción por el sacerdocio –para toda la vida y aún más allá de la muerte– se constituye en un signo extraordinario de esperanza.

         La inseguridad y la inconstancia juvenil se generan por múltiples factores –no siempre controlables por los individuos– en consecuencia, se cuenta siempre con una porcentaje de deserciones, nuestro Seminario no es la excepción. Con honestidad debe hacerse cuentas con la falta de modelos morales que entusiasmen, o en el mejor de los casos, aceptar realistamente que los modelos a disposición se encuentran frecuentemente lejos de los intereses y ocupaciones de los jóvenes, de manera que difícilmente inciden en sus motivaciones. En el itinerario de cada seminarista, y aún en la vida sacerdotal, puede presentarse la posibilidad de desistir en nuestro camino, sin embargo, con frecuencia aprehendemos que es justamente esa tentación un momento privilegiado para crecer y madurar.

            En este cambio epocal se constata que los adultos de hoy, incluidos los sacerdotes, no tuvieron una juventud como la que se vive en nuestros días, en consecuencia, los adultos de mañana no serán como los de hoy. Querer educar a los jóvenes hoy exactamente como se educó a los de ayer hace irrelevantes los procesos formativos, esto puede además conducirnos a nostalgias y reclamos infructuosos, y particularmente, presenta el riesgo de perder de vista la perene novedad de Cristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre. Vale la pena recordar lo que en los albores del cristianismo nos dice Máximo el Confesor: "Jesucristo es el mismo hoy que ayer, y para siempre, es decir, se trata de un misterio siempre nuevo, que ninguna comprensión humana puede hacer que envejezca". Es también cierto que en todo itinerario personal y comunitario nunca se parte de cero.

            A los jóvenes y adultos de ayer, de hoy y de mañana, Dios nos sigue interpelando para llevarnos a la plenitud y constituirnos en instrumentos de salvación, Cristo sale a nuestro encuentro en las circunstancias y vaivenes de todos los tiempos, tiene una tono suave para los de oído sensible, una voz normal para los de audición sana, y un grito para aquellos de oídos sordos. Él viene continuamente a nosotros y hace escuchar su voz.

         Para responder a la voz que nos llama es necesaria una fe firme, un realista conocimiento y valoración de las circunstancias, y una gran dosis de esperanza y caridad. Tenemos que aprender continuamente a confiar en la voz que nos llama. Somos conscientes que sólo personalidades maduras moral y religiosamente son capaces de vivir una lealtad crítica, auténticamente eclesial y evangélica. Hay que vivir un servicio sacerdotal dirigido a las personas concretas y a las necesidades actuales. Necesitamos generar proyectos constructivos, alternativas que hagan ver el sentido novedoso –siempre por descubrir– de la vida cristiana y del ministerio sacerdotal.

         El adviento es tiempo de alegría y esperanza. La alegría es un distintivo permanente de la comunidad del Seminario, nos descubrimos llamados a ser testigos de la alegría en medio de los gozos y dificultades del presente.

         Nos llama gratamente la atención que cuando los jóvenes manifiestan su deseo de ingresar a nuestra casa, frecuentemente encontramos entre sus motivaciones la alegría y la fraternidad que encuentran entre nosotros. Esta alegría es un signo de esperanza que deseamos compartir con todos ustedes especialmente en este tiempo de adviento. Creemos que nuestra vocación es fascinante porque es presencia de Cristo, es un don inmerecido, es signo de esperanza para la iglesia y el mundo.
         A nuestros hermanos sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos, amigos y familiares, les agradecemos su ayuda durante el años que está por concluir, y les deseamos un santo adviento, una feliz navidad y un 2012 lleno de bendiciones.